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24 de febrero de 2017

[BLANCO] Capítulo Quince

Miranda. Yo podría hablar de ella como si fuera quien mueve los ríos, como si fuera la encargada de colorear los atardeceres, como si fueran sus ojos los que dieran vida a las flores del valle. Podría decir que ella es el fuego cuando tienes frío y el agua cuando tienes sed.

Nunca sería capaz de decir que ella le arrebata la vida a todo lo que escucha, tampoco podría afirmar que ella es la oscuridad en una caverna, mucho menos el ruido que empeora la migraña, porque sería mentira.

Ella es el tipo de persona que nunca podrías dejar ir. Y si la dejas ir, qué idiota de tu parte… Agradezco al idiota que la dejó ir hace un tiempo, porque si eso no hubiera ocurrido ella no estaría aquí a mi lado.

Ella no sonreiría con mis chistes, ni me tomaría de la mano para correr por la calle.

Gracias a que hubo un idiota en su vida ella se convirtió en lo que es, y así es como ella me gusta. Ella es el tipo de persona consciente de su humanidad. Nunca le ha gustado que le diga que es perfecta, siempre me refuta con la misma frase: Joder, que yo no soy perfecta.

Yo siempre le pregunto: ¿Por qué? Pero ella nunca da la misma respuesta. Unos días me dice “No tengo un cuerpo delgado”, y yo sé que es verdad porque cuando la abrazo puedo sentir su abdomen abultado, y aun así la amo.

Otros días me dice “Le he mentido a mis padres”, y yo sé que es verdad porque la he visto llorar después de dar un dictamen falso que yo he escuchado, y aun así la amo.

Pero hubo uno en específico, un día especial, en el cual respondió a mi pregunta con un “No soy el cielo”.

Cuando estoy a su lado me siento como un profeta, sin importar lo que haga, sin importar sus pecados, la sigo amando. Es a la vez una bendición y una maldición el amarla tanto.

Miranda nunca es cruel, ella nunca habla a las espaldas de nadie, ella no es chismosa, se asusta fácilmente con los animales, a excepción de los gatos, y tiene miedo de morir. Mucho miedo.

Ella tiene miedo de no poder hacer todo lo que quiere en esta vida. No, ella no quiere tomar, ni salir a fiestas, ni drogarse, ni comprar para sí misma, ni tener sexo desenfrenado. Ella quiere “salvar vidas”. Como sus ojos se iluminan cuando le da un abrazo a un huérfano, la felicidad con la que envuelve todas sus pertenencias para Navidad y las regala, la manera en la que es capaz de hacer sentir a un ciego y a un sordo parte de la sociedad que los excluye, no tiene precio.

Ella tiene miedo porque no sabe qué hay después de que cierra sus ojos. “¿Una cortina negra? ¿Una luz? ¿Las personas en mi mente? ¿Dios?”. Y como no sabe qué hay después quiere aprovechar esta vida, no para sí misma, sino para los demás, porque así la aprovechará para sí misma.

Sus lágrimas saben a miel. Su cabello a canela. Ojalá todos conociéramos una Miranda. Una Miranda en la vida no le sobra a nadie, y sí le falta a todos, porque ella nunca desprecia un cariño y no se limita, al menos ahora, a darlo.

Si Miranda no fuese humana, si ella fuese un objeto, ella no sería oro, ni diamante, ni esmeralda, ni rubí. Ella sería una perla. Puede parecer simple, pero está tan llena y tan hecha de dolor, que una vez te das cuenta de ello, ya no lo es más. Su belleza está hecha de dolor, y aun así, ¿cómo es posible que de tanto dolor irradie tanto cariño? ¿Cómo es posible que de tanta indiferencia ella irradie tanto amor? ¿Cómo es posible que ella atrape tanta mierda de mundo y la transforme en tanta Miranda?

Yo, aún, no he podido responder a esta pregunta. Creo que se necesita de un corazón muy grande y de un hígado muy fuerte, prácticamente una máquina, para limpiar esta podredumbre y hacer algo bien.

Espero ella nunca sea mi cielo. Espero ella nunca pueda verme desde arriba. Espero sus ojos nunca estén en el firmamento, al menos no antes que los míos. Espero ella nunca pueda cuidarme desde aquella a la que llamaban bóveda celeste, porque eso querría decir que en algún punto de esta mísera vida que ya no es mísera, volvería a serlo.


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