- ¿Por qué? – me respondió Elías.
- Porque odia el Azul aunque sea su nombre.
- Ahora que lo dices, no has ido a casa hace mucho, Miranda. ¿Quieres ir en la noche?
- No me digas Miranda, me siento regañada.
- Está bien – rio y me despeinó un poco –, Mir.
Elías y yo tenemos una relación. Cumpliremos dos años de estar juntos dentro de poco.
Al llegar a su casa sus padres nos estaban esperando. Era como si todo hubiese estado planificado y él me lo hubiese dicho de pura “casualidad”.
- Veamos una película, ¿les parece muchachos?
- Sí, por mí está bien – respondí a la madre de Elías.
- ¿Has visto “El Origen”?
- No, ¿es buena?
- Definitivamente.
La película me tenía ensimismada, hasta un punto específico, donde ya no pude prestar más atención luego de una intervención de Leonardo DiCaprio.
- Los sueños, se sienten reales mientras estamos en ellos, ¿no es así? Solo cuando nos despertamos nos damos cuenta de cómo las cosas han sido realmente extrañas. Déjame hacerte una pregunta, tú, tú en realidad nunca recuerdas el comienzo de un sueño, ¿no es cierto? Siempre hilas los sucesos desde más o menos la mitad del mismo.
- Eso supongo, sí.
- Entonces, ¿cómo terminamos aquí?
Y no pude prestar más atención porque sentí que algo bajó. Abrí los ojos como platos. Pasaron unos cuarenta minutos, yo no había podido levantarme y seguía sintiendo como la pena iba a arrasar mí mundo ese día, pero como un milagro, los padres de Elías se fueron un momento de la habitación para traernos más snacks.
Me puse en pie, y como pensé, todo el sofá blanco estaba manchado de la cuota mensual con la que Eva pidió pagar su vida. Miré a Elías apenada y suplicándole por ayuda. Él vio el sofá, me miró a mí, específicamente mi pantalón, e hizo lo impensable.
Tomó las fresas que habíamos llevado para comer y comenzó a desparramarlas en mi pantalón, luego las tiró y espichó en contra del sofá, después se untó a él mismo, y finalmente, con mucho cuidado, untó el resto en mi camiseta y mi rostro. Toda la habitación parecía cubierta de mermelada, inclusive la mancha que me había mortificado.
No podía decir nada, no podía pensar nada, me sentía como un florero. Simplemente estaba ahí, en pie, observando a Elías y pensando repetidamente “Este es mi novio”. De improviso entraron los padres de él y vieron todo el desastre que habíamos hecho, no tuvieron la oportunidad de hablar, pues Elías intervino primero.
- Tuvimos una guerra de fresas. – alzó los hombros con un tímido nerviosismo.
- Lo siento, yo empecé todo. – dije y me incliné un poco.
- Estos muchachos… - el padre rio –. Con ustedes no nos preocupamos de lo que los padres normales han de preocuparse con sus hijos adolescentes.
Ambos nos vimos a los ojos y sonreímos.
- Pero, eso no quiere decir que no tengan que limpiar.
Nos dirigimos hacia la cocina, donde guardaban los utensilios de aseo y tomamos los que necesitábamos. Restregamos el forro del sofá y le colocamos uno limpio, trapeamos el piso, limpiamos la mesa de la sala, y dejamos los jabones y los baldes ahí. Dijimos que los guardaríamos después, cuando nos hubiésemos bañado.
Elías, como cualquier caballero, me prestó unas de sus ropas, específicamente una camiseta anaranjada y unas medias. No me dio un pantalón. Lo observé con recelo.
- ¿Eres consciente que tuvimos que limpiar la sala por cierta situación?
- Demonios, es verdad – se llevó una mano a la frente en símbolo de impresión.
Me pasó una pantaloneta vieja y corrió hacia la habitación de sus padres. Cuando llegó, con el rostro colorado de pena, me pasó una compresa.
- Ten… – tenía su mano puesta en su nuca y estaba viendo al suelo cuando lo dijo.
- … - permanecí un momento en silencio, hasta que la tomé y agarré la ropa – Gracias – le dije para después de darle un corto beso en la mejilla.
Su rostro se enrojeció suavemente, y sus ojos se abrieron más de lo normal, como si no estuviese esperando esa acción mía.
Al salir del baño me veía como el sueño de la mayoría de hombres cuando tienen novia: Estaba vestida con una camiseta demasiado grande para mí, por tanto se veía como un vestido. Y como la pantaloneta no era tan larga, el efecto seguía dando resultado.
- Hola – lo saludé.
- Hola – me respondió.
- Elías.
- Dime.
- Nada, solo quería decir tu nombre – reí –. Elías.
- ¿Qué ocurrió ahora?
- Te amo.
He de aclarar que no soy una mujer que diga frecuentemente palabras cariñosas. Se podrían contar con los dedos de la mano las veces que le había dicho “Te amo” a Elías. Al hacerlo me apené tanto que salí corriendo de la habitación y me escondí en el altillo.
Mis emociones estaban mezcladas, pues quería que me encontrara, pero al mismo tiempo quería que no lo hiciera. Me acurruqué en contra de la ventana, a la espera de cualquier cosa que pudiese ocurrir. Mis manos comenzaron a sudar y a ponerse frías, mis piernas estaban temblando y mis uñas comenzaron a ser mordidas por mis dientes.
Un ataque de ansiedad estaba naciendo en ese momento, y no quería que ocurriera, pues estos hacían que me diera más ansiedad. Entonces llegó Elías, y al verme en esa situación (que ya conoce lo suficientemente bien) se acercó a mí y me dio un beso en la frente. Luego comenzó a acariciar mi cabello.
- Yo… Yo realmente creo que tú eres mi alma gemela, Eli.
- ¿Por qué lo dices? – preguntó.
- Porque cuando estoy contigo mi corazón se tranquiliza, siento paz, y eso hace que sea feliz. Eres medicina que me ayuda a estar bien.
- Tú eres mi alma gemela también, entonces.
- Vayamos a comer galletas.
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